El doctor J.Bentley, médico retirado, vivía en la planta baja de un edificio en Coudersport, Pennsylvania. En la mañana del 5 de diciembre de 1966, Don Gosnelí entró en el sótano del edificio para leer el contador del gas. En el sótano flotaba un humo azul claro de olor extraño.
Gosnelí descubrió por casualidad, en un rincón, un montón de cenizas. Nadie había respondido a su saludo al entrar, de modo que decidió ir a echar un vistazo al anciano. En el dormitorio había el mismo humo extraño, pero ni rastro de Bentley. Gosnelí miró en el cuarto de baño y se enfrentó con una visión que no olvidará nunca.
El suelo estaba quemado y en él se abría un enorme hoyo por donde se veían las tuberías y vigas que había quedado al descubierto. Al borde del hoyo vio una pierna marrón, desde la rodilla hasta abajo, como la de un maniquí. ¡No miró más! Gosnelí huyó del edificio a toda prisa, y fue a dar parte de su macabro descubrimiento.
Fuego interior
El bombero Jack Stacey, acudió al incendio de un inmueble abandonado de Londres. La casa no tenía señales de daños por fuego, pero cuando Stacey examinó su interior, se encontró el cuerpo en llamas de un vagabundo al que conocía como Bailey. Tenía una hendidura de unos diez centímetros en el abdomen -recuerda Stacey-. Las llamas salían por ella con fuerza, como un soplete. Para apagar esta violenta llama, Stacey dirigió el chorro de la manguera al cuerpo del vagabundo, extinguiendo -dijo- la llama en su origen. No hay duda de que el fuego se inició en el interior del cuerpo.
No llegó a saberse la causa real del incendio. En el edificio no había gas ni electricidad, y no se encontraron cerillas. Incluso en el caso de que el vagabundo hubiese dejado caer un cigarrillo encendido sobre sí mismo, se ha demostrado que no habría sido suficiente para producir una llama tan destructora.