Colaboración enviada por: Mireya Ruiz

Hace mucho tiempo, durante una guerra terrible que asolaba los campos y las ciudades, una madre y sus dos hijos pequeños, viví­an en una casita, cerca de un bosque. El padre de los niños estaba en la guerra y ellos siempre estaban tristes pensando en él. Eran malos tiempos. Los soldados pasaban y se llevaban todo lo que habí­an plantado en el huerto, sus gallinas, sus cerdos y cualquier otra cosa comestible que encontraban. Si, eran muy malos tiempos. Por suerte tení­an buenos vecinos y se ayudaban mutuamente en lo que podí­an. Pero las guerras no solo son duras para las personas. También son muy malas para los árboles. Todos los bosques alrededor de la casa habí­an sido heridos por el fuego de los cañones, o cortados para hacer hogueras que calentasen a los soldados. Cerca de la casa de Ana y Juan, que así­ se llamaban los niños de nuestra historia, una gran batalla habí­a destruido todos los grandes árboles, pero un abeto joven seguí­a intacto. Era tan pequeño aún, que las balas de cañón le habí­an pasado por encima sin tocarlo.

El pequeño abeto se habí­a puesto muy triste al ver a sus mayores morir de forma tan cruel. í‰l ya sabí­a que el destino de todos los árboles es morir algún dí­a, pero después de haber ayudado a las personas de muchas maneras. Ayudando a que construyeran sus casas, sus muebles o siendo mástil de un gran barco de guerra. “¡Eso si serí­a un bonito destino.!”, pensó el pequeño árbol. Imaginó las velas que él sustentarí­a firmemente, incluso en la peor de las tormentas, y como los marineros alabarí­an su entereza y gallardí­a. Pero él era demasiado pequeño para eso aún. Pensaba, asustado, que la guerra podí­a terminar sin que él hubiera podido hacer nada útil. Nadie parecí­a darse cuenta de su existencia, hasta que una mañana, vio que una mujer y dos niños se aproximaban. La niña tosí­a mucho, pero el niño y su mamá parecí­an bastante fuertes. Se le acercaron decididos y para deleite del árbol, la mamá saco una pequeña hacha y cortó su delgado tronco. “¡Esto si que es una aventura – pensaba el arbolito -. Quizá esta señora y sus hijos construyen barcos diminutos y me usaran como mástil de uno de ellos…!”. Juan y su mamá, pusieron el árbol en una esquina del comedor de la casa, y lo colocaron bien recto.”¿Qué irán a hacer conmigo?”, se preguntaba el abeto, pero cuando vio que los niños cogí­an sus juguetes viejos y los colgaban de sus ramas, y empezaron a decorarlo con pequeños trozos de cintas, comprendió que se habí­a convertido en un írbol de Navidad.

Por un lado, no habí­a mejor destino que ser írbol de Navidad, pero por otro, a él le hubiera gustado ser un potente mástil que desafiara vientos y tempestades en medio de los océanos. Como no tení­a muchas opciones, decidió que serí­a el mejor írbol de Navidad del mundo. Enderezó sus ramas tanto como pudo, y cuidó de que no se le cayera de ellas ningún juguete ni adorno, cuando la pequeña Ana, que apenas habí­a comido por culpa de la fiebre y la tos, se le acercaba, tambaleando un poco, para acariciar sus verdes ramas. La mamá de Juan y Ana, a falta juguetes nuevos, les contó esa noche bonitos cuentos de hadas y fantasmas, historias de la Biblia y relatos de otras navidades pasadas, hasta que los niños se durmieron El írbol escuchó bien atento todas y cada una de las palabras, y las recordó, porque los árboles tienen la mejor memoria de todas las plantas. No son como la hiedra, que recuerda solo lo que quiere o como el césped, que se olvida de todo. Aún estuvo unos dí­as el írbol en la esquina de la sala, pero no vio a la pequeña Ana, que estaba en cama, muy enferma. í‰l querí­a ayudar, pero todo lo que podí­a hacer era seguir sosteniendo los juguetes en sus ramas, que por cierto, ya empezaban a dejar caer algunas de sus agujas, lo que le producí­a un ligero dolor. Esa era la parte desagradable de ser un írbol de Navidad. Una mañana, Juan y su mamá, le descolgaron todos los juguetes y lo llevaron al cobertizo. “No lo cortemos todaví­a”, dijo Juan. La mamá estuvo de acuerdo. Además no tenia tiempo para eso. Estaba siempre al lado de Ana, que empeoraba.

El pequeño abeto levanto la vista y vio una familia de ratones que lo miraba atentamente. “No pareces muy bueno para comer”, dijo el ratón mas joven. “Estoy de acuerdo – dijo el írbol, que nunca habí­a oí­do hablar de ningún abeto que hubiera servido de comida a los ratones – pero es posible que pueda ser bastante útil como caliente cama para todos vosotros”. Los ratones pensaron que era una buena idea, y entraron hasta el mismo corazón del írbol, refugiándose entre sus ramitas. El viento fue muy fuerte esa noche y hacia mucho frí­o. Los pequeños ratones estaban hambrientos y no podí­an dormirse. El írbol recordó a la mamá de Juan y Ana. “Yo no puedo darles comida, pero sé los mas bonitos cuentos que nadie haya oí­do jamás”. Y contó todas las historias que escuchó contar a la mamá de los niños, hasta que los ratoncitos se durmieron entre sus cálidas agujas. Y el írbol también se durmió. Ya se estaba secando y se sentí­a muy cansado. Dos dí­as después, ya no quedaba leña en el cobertizo. El padre ratón le dijo al írbol; “Ellos te quemaran muy pronto”, “¡Ojalá pueda quedarme despierto el tiempo suficiente para hacer un buen fuego…!”, contestó el írbol. La mamá de los niños entro al poco rato y cortó el írbol en pequeños trozos. En la sala hizo un gran fuego, y trajo a la pequeña Ana junto al calor. “Dios quiera que rompa la fiebre con todo este calor y el olor a pino que desprende este arbolito”!. Y el írbol que habí­a escuchado esas palabras, ardió tan fuerte y tan caliente como pudo, y de cada uno de sus trozos sacó hasta la última chispa del calor que contení­an. Al amanecer, la fiebre de Ana habí­a desaparecido y sólo quedaba un montoncito de cenizas del pequeño írbol en la chimenea. Su destino se habí­a cumplido como el de todo írbol. Siendo útil a las personas hasta el final. Y más allá del final, porque nos dejó este bonito cuento.

 

Anonimo

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