jack Ha pasado más de un siglo y todaví­a perdura el misterio. Cinco crí­menes perpetuados en Whitechapel hacia 1888, que hoy, por el escaso número de ví­ctimas hubiesen ocupado pocas lí­neas en los diarios, en su momento revolucionaron Londres y el mundo entero.
Durante cien años, investigadores, detectives, policí­as y muchos aficionados han tratado de establecer un perfil psicológico que ayudase a determinar la personalidad o el nombre del asesino, pero hasta ahora solo se han podido identificar los nombres de unos posibles sospechosos.


Tal vez por ese motivo Jack el Destripador se ha convertido en el asesino en serie más conocido de la historia. Su nombre nos evoca una silueta entre la niebla del Londres Victoriano, una sombra con capa y sombrero negros que ataca a sus ví­ctimas y desaparece para siempre de la escena del crimen… no en vano se han escrito sobre él cientos de libros, canciones, óperas y pelí­culas. Es la perfecta historia de suspense, el gran misterio sin resolver.

LAS VíCTIMAS

En el año 1888, Whitechapel era uno de los peores distritos de todo Londres. En las calles, hombres, mujeres y niños arrastraban una vida de pobreza y delincuencia en la que muchas veces el único alivio era el que podí­a ofrecerles una botella de alcohol barato. Los callejones oscuros desembocaban en bares mugrientos y burdeles miserables en los que algunas mujeres se ganaban la vida prostituyendo sus cuerpos por unos pocos peniques. Fue precisamente aquí­, en el East End londinense, donde tuvo lugar el breve reinado de terror del temido descuartizador que firmaba sus crí­menes como "Jack el Destripador".
Su primer crimen oficial, por así­ decirlo, el que reconocen todas las crónicas, tuvo lugar el 31 de agosto, aunque en su dí­a se sospechó que por lo menos dos asesinatos anteriores menos publicitados habrí­an sido también obra suya.

Ese dí­a estaba amaneciendo muy lentamente. Las calles todaví­a estaban oscuras, y a pesar del frí­o algún que otro paseante comenzaba a circular por el barrio. Uno de ellos distingue a lo lejos el cuerpo de una mujer tendido en el suelo que a primera vista parecí­a desmayada, pero cuando se acerca para tratar de ayudarla, ve que unas terribles heridas la habí­an casi decapitado. Horrorizado, no deja pasar un minuto y avisa al primer policí­a que hací­a su ronda por el barrio, quién acompañado de un médico distingue bajo la luz de una linterna que la muerte le habí­a sido provocada por dos golpes con arma blanca que le habí­an seccionado la tráquea y el esófago. El cuerpo, todaví­a caliente en partes, indicaba que el momento del crimen no debí­a de haber sido de más de media hora antes de haber encontrado el cuerpo. Tras un examen más detallado en la sala de autopsias, descubren además que habí­a sido brutalmente golpeada en la mandí­bula inferior izquierda (posiblemente por una persona zurda), y que su abdomen habí­a sido mutilado.
Por lo demás, el asesino no habí­a dejado otras pistas tras de sí­, ni testigos, ni el arma homicida. Ninguno de los vecinos oyó nada.
La identificación de la ví­ctima no fue tarea fácil, aunque unos dí­as después su padre y su ex marido identifican el cuerpo de una mujer de 42 años, prostituta, llamada Anne Mare Nichols y conocida como Polly.
Polly habí­a estado casada y tení­a cinco niños, pero su adicción al alcohol habí­a hecho que su matrimonio se rompiera. Desde entonces, sola, habí­a vivido de sus pobres ingresos de prostituta.
El lunes 6 de agosto, varias semanas antes del primer crimen oficial del Destripador, Marta Tabram, una prostituta de 39 años, habí­a sido hallada muerta con 39 puñaladas; y algunos meses antes, Emma Smith, una prostituta 45 años, habí­a sido agredida salvajemente en la cabeza y le habí­an introducido un objeto en la vagina. Seguramente estos dos crí­menes no tení­an nada que ver con nuestro asesino, más que nada porque la firma del Destripador era más ritualista que los simples golpes y puñaladas, pero aún así­, el terror ya se habí­a apoderado de las almas de los habitantes del distrito londinense.
Annie Chapman era una mujer sin hogar propio que viví­a en pensiones comunes cuando disponí­a de dinero para el alojamiento de una noche, y cuando no era así­, se dedicaba a vagar por las calles en busca de clientes que le proporcionasen alguna moneda para bebida, refugio y alimento. No siempre habí­a sido así­, unos años antes estaba casada y con tres niños, pero todos murieron, unos por enfermedad y otros por accidente. Fue un golpe muy duro, nunca se repuso. Así­, en estado de depresión permanente comenzó a beber para sobrellevar su soledad.
Su cuerpo fue hallado mutilado en la calle del Mercado de Spitalfields a las 6 de la mañana, y nadie habí­a ido testigo de los hechos. Su intestino estaba en el suelo entre un gran charco de sangre y una profunda incisión cruzaba su cuello de lado a lado.
Todo parecí­a indicar que habí­a sido asesinada en ese mismo sitio. No habí­a señales de defensa por parte de la ví­ctima, y lo curioso es que cerca de su cadáver se encontraron un pequeño pañuelo, un peine y un cepillo de dientes, que parecí­an haber sido colocados en un orden concreto por el asesino.
Según el médico forense que vio el cadáver, el asesino habí­a agarrado a Annie por la barbilla y la habí­a degollado por la espalda de izquierda a derecha, y por la fuerza empleada, posiblemente con la tentativa de decapitarla. Eso le habí­a causado la muerte. Las otras heridas infligidas y las mutilaciones abdominales habí­an sido realizadas post mortem: el abdomen habí­a sido abierto para extraer la vagina, el útero y la vejiga, que no fueron hallados. Las incisiones eran limpias, como si se tratase del trabajo de un experto en anatomí­a, o por lo menos el de alguien con los conocimientos anatómicos y la habilidad suficiente para poder abrir el cuerpo y extraer los órganos con mucho cuidado de no dañar otras partes internas. El instrumento utilizado parecí­a ser un cuchillo estrecho con lámina fina y muy afilada, la clase de cuchillo que utilizaban los cirujanos y los carniceros.
Una señora de nombre Elizabeth Long que se dirigí­a al mercado esa mañana, pudo aportar un testimonio valioso: a las cinco y media de la madrugada habí­a visto a un hombre conversando con una prostituta que identificó como Annie Chapman. Lamentablemente el hombre estaba de espaldas y no pudo ver su rostro, pero sí­ distinguió la silueta de un hombre de unos 40 años, elegante, que portaba un sombrero y un abrigo oscuros. La hora de la muerte se estimó entonces entre las cinco y media y las seis de la mañana, hora en la que fue descubierto el cadáver, lo que significaba que el asesino actuaba rápidamente y con gran precisión.
La falta de indicios hací­a que la investigación avanzase lentamente. Todo el mundo habí­a relacionado las muertes entre ellas, y a pesar de que la policí­a se mantení­a en el más absoluto de los silencios, los periódicos no dejaban de alimentar cada rumor escuchado, lo que serví­a para aumentar la cólera y el miedo
de los vecinos. Desde Scotland Yard se llegó a ofrecer una gratificación para quien aportase algún dato válido sobre la identidad del asesino, pero lo único que consiguieron fue que los vecinos aprovechasen sus diferencias y se denunciasen entre ellos, deteniendo simplemente a algunos falsos culpables, excéntricos o alcohólicos que aseguraba ser el descuartizador de prostitutas, aunque tras numerosas investigaciones y por el hecho de que todos carecí­an de habilidades médicas o que tení­an coartadas, no tardaban en recuperar la libertad.
El 25 de septiembre, la Agencia Estatal de Noticias recibió una nota en tinta roja firmada por el propio Jack el Destripador cuyo contenido era:
"Querido Jefe, desde hace dí­as oigo que la policí­a me ha cogido, pero en realidad todaví­a no me han pescado. No soporto a cierto tipo de mujeres y no dejaré de destriparlas hasta que haya terminado con ellas. El último es un magní­fico trabajo, a la dama en cuestión no le dio tiempo a chillar. Me gusta mi trabajo y estoy ansioso de empezar de nuevo, pronto tendrá noticias mí­as y de mi gracioso jueguecito…"
Firmado: Jack el Destripador, desde el Infierno.

A partir de entonces seguirí­a escribiendo cartas y poemas destinados al jefe de la policí­a londinense jactándose de su habilidad para escabullirse en la oscuridad de las calles y evitar ser atrapado por la multitud que le perseguí­a, o haciendo alarde de la perfección de sus crí­menes y anticipando otros nuevos ataques, siempre seguro de sí­.
El domingo 30 de septiembre, se descubrí­a otro cadáver en la calle Berner sobre la una de la mañana. Tras pedir ayuda a la policí­a, vieron que se trataba de una mujer, cuyas faldas habí­an sido levantadas por encima de sus rodillas.

Un forense llegó a la escena del crimen con su ayudante un cuarto de hora más tarde. Entre los dos detallaron sus conclusiones de la exploración:
"La difunta yace sobre su lado izquierdo, su cara mira hacia la pared derecha. Sus piernas han sido separadas, y algunos miembros están todaví­a calientes. La mano derecha está abierta sobre el pecho y cubierta de sangre, y la izquierda está parcialmente cerrada sobre el suelo. El aspecto de la cara era bastante apacible, la boca ligeramente abierta. En el cuello hay una larga incisión que comienza sobre el lado izquierdo, 2 ½ pulgadas por debajo del ángulo de la mandí­bula casi en lí­nea recta, seccionando la tráquea completamente en dos, y terminándose sobre el lado contrario… "
El asesino no se habí­a ensañado tanto esta vez como en las anteriores. Posiblemente habí­a sido interrumpido mientras la degollaba y hubiese huido antes de completar su ritual.
La joven prostituta fue identificada como Elizabeth Stride, de origen sueco, que habí­a venido a Inglaterra para ganarse la vida tras el fallecimiento de su marido y sus dos hijos en un accidente marí­timo.
Esta vez, varios testigos declararon haberla visto momentos antes de su muerte acompañada por un hombre de unos treinta años con pelo y bigote negros, vestido con un abrigo negro y un sombrero alto, que portaba un bulto, como un maletí­n.
Mientras la policí­a se enfrentaba al hallazgo de este nuevo cadáver, a pocas calles allí­ un guarda nocturno descubrí­a el cuerpo de otra ví­ctima degollada. Su abdomen habí­a sido abierto y los intestinos se encontraban en el suelo, además tení­a varias heridas por todo el cuerpo. Los miembros estaban todaví­a calientes, la data de la muerte no debí­a ser de más de media hora desde el descubrimiento del cadáver.
No habí­a otros indicios más que un escrito con tiza blanca sobre una pared que decí­a: "No hay porque culpar a los judí­os", supuestamente obra del asesino. Antes de que la inscripción pudiese ser fotografiada, el Comisario de la Policí­a londinense Charles Warren ordenó que fuese borrada, según él porque se trataba de una falsa pista del criminal tratando de culpabilizar a la comunidad judí­a, y si algún londinense lo leí­a, podí­a provocar una revuelta contra ellos.
La ví­ctima era Kate Eddowes, quien como las demás, tení­a por oficio el de la prostitución y como afición, la bebida. Sus padres habí­an muerto cuando ella era joven y a los 16 años se fue a vivir con un hombre, con quién tendrí­a tres hijos. Los malos tratos por parte de éste obligaron a que se fuera de casa, y su adicción al alcohol la obligó a alquilar su cuerpo en las calles.
Como en las muertes de Polly Nichols y Annie Chapman, la garganta de Kate habí­a sido degollada de izquierda a derecha, le habí­an seccionado el vientre y extraí­do algunos órganos, entre ellos uno de los riñones.
Después de esto, las cosas parecieron volver a la normalidad en Whitechapel. No hubo ningún otro asesinato durante un mes y las prostitutas regresaron a las calles más tranquilas. Desgraciadamente, la paz duró poco, pues el 9 de noviembre, otra mujer apareció salvajemente asesinada.
Se trataba de Mary Kelly, una atractiva joven de 21 años que se dedicaba a la prostitución para poder mantenerse a ella misma y a su pareja, que se encontraba sin trabajo.
Esa mañana, el locatario subió a la habitación de Mary para cobrar el alquiler mensual, pero nadie contestó a su llamada. Decidió abrir la puerta él mismo, horrorizándose por lo que descubrió…
Sin duda era el crimen más violento de Jack el Destripador. El cadáver estaba tumbado sobre la cama con múltiples heridas de arma blanca, completamente mutilado y con la arteria carótida seccionada. La ferocidad de este asesinato asombró a los cirujanos veteranos de policí­a. El médico forense necesitó varias páginas para redactar el informe de las lesiones y órganos extraí­dos.
Este asesinato creó el pánico absoluto en el barrio, haciendo estallar episodios esporádicos de violencia en la muchedumbre. La actividad policial era frenética, cada rincón fue registrado, cada sospechoso detenido e interrogado a fondo, pero no por eso la policí­a dejaba de ser duramente criticada. Nunca más se volvió a saber del asesino. No hubo más cartas ni más crí­menes, parecí­a que Jack el Destripador hubiese abandonado la escena del crimen para siempre, y finalmente el caso fue cerrado en 1892, el mismo año en que el Inspector encargado del caso se retiró.

Lo cierto es que nadie puede saber si ésta es la verdadera historia o si es otro de los relatos que inspira este terrible personaje. Lo único que hoy en dí­a tenemos claro es que no se trataba de un delincuente cualquiera. Sus hechos demuestran que era una persona con gran inteligencia y tal vez una educación superior a la población de Withechapel, incluso puede que fuese alguien de clase alta. Tal vez tuviese un trastorno de la sexualidad o un trastorno mental que le provocase esa compulsividad y obsesión a la hora de cometer los crí­menes. Su afán de reconocimiento y el hecho que resaltase con las cartas enviadas a la prensa su inteligencia, demuestra que también era una persona insegura y llena de complejos. Pero mientras Scotland Yard mantenga sus archivos en el más absoluto secreto, otros autores seguirán suscitando sospechosos que mantengan la leyenda del Destripador viva.

 

 

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