Al continente mí­tico , o isla grande, de la Atlántida, se le han dedicado muchas páginas escritas, pero a pesar de tan vasta bibliografí­a aún no se ha podido demostrar su existencia, constituyendo la Atlántida, al menos para el mundo cientí­fico, una hermosa aunque simple fábula.
Conviene recordar, que hasta no hace muchos años la existencia de los primeros reinos sumerios no eran otra cosa que fábula y leyenda. Si bien para los cientí­ficos el relato de Platón no es más que un mito, también es verdad que ninguno de ellos se ha molestado en demostrar que tal afirmación sea cierta. Se rechaza su existencia, pero no se aportan pruebas que demuestren concienzudamente que nunca existió la Atlántida.
La primera referencia del mí­tico continente la encontramos en Platón, que la menciona en dos de sus famosos Diálogos: el Timeo y el Critias. Lo que el filósofo viene a decir es que Solón, uno de los Siete Sabios de Grecia y, al mismo tiempo, un gran legislador, que vivió entre los siglos VII y VI a. C., habí­a realizado un viaje a Egipto para recoger información y conocimientos de los tiempos antiguos.
En la época de Solón, los sacerdotes de la ciudad egipcia de Sais gozaban de gran fama como expertos historiadores, y de ellos se decí­a que tení­an un profundo conocimiento de los hechos pasados. Al parecer, los sacerdotes le revelaron cuanto habí­a sucedido desde la más remota Antigí¼edad. Disponí­an de magní­ficos archivos que les permití­a ofrecer a Solón una información imposible de conseguir por otros medios.
HIPOTESIS DE UBICACIí“N
De una forma un tanto imprecisa Platón afirma en su Critias que las islas y tierras continentales que formaban el imperio atlántico se encontraban «en la dirección del Norte». Es lógico suponer que si el paí­s de los atlantes estaba formado por una gran isla, rodeada de otras menores, deberí­a hallarse en medio del océano. El mismo Platón afirma que «la Atlántida se encontraba situada delante de las columnas de Hércules». El investigador contemporáneo J. Spanuth afirma, sin embargo, que el Antiguo Testamento y las leyendas griegas atestiguan el origen nórdico de los atlantes.
El imperio atlántico tení­a como centro, según Platón, la isla de Basileia, que ocupaba una extensión de unos nueve kilómetros, equivalentes a los cincuenta estadios a que se refiere el filósofo, y en la que residí­a el gobierno central. Ciertos investigadores han llegado a la conclusión de que la única isla que hay en el mar del Norte, y que se encuentra «en una posición elevada y dominando el mar desde los acantilados», a la vez que está formada por rocas blancas, negras y rojas, es Heligoland, no lejos de la costa alemana de Schleswig Holstein. El ya mencionado J. Spanuth dice: «… Las rocas rojas subsisten todaví­a; en cuanto a las otras, las blancas (yeso, creta y caliza) se encontraban en el emplazamiento de “Dí¼ne” actual. Forman el zócalo de este bajo fondo. En tiempos remotos se encontraban al mismo nivel que las de Heligoland y, como indican los mapas náuticos, en semicí­rculo alrededor del fondeadero sur, prolongándose hacia el norte.» Por lo que respecta a las rocas negras, aparecí­an a escasa profundidad, en la prolongación septentrional de la «Dí¼ne». Se trata de piedra de alto componente cuprí­fero, que toma una coloración azul oscura y negra, debido a la oxidación. Hacia el año 5000 a. C. el mar alcanzó Heligoland, y su acción unida a la del hombre causaron la desaparición del yeso y la creta de que estaba formada la isla.
Naturalmente no todos los investigadores que creen, en la existencia de la Atlántida están de acuerdo con este emplazamiento. El británico Aguardan Stachys, por ejemplo, suponí­a que el fabuloso imperio sumergido se encontraba en las inmediaciones de las islas Azores, a varios miles de metros de profundidad. En su expedición utilizó abundantes medios técnicos. Pero pese al radar y a las bombas submarinas no obtuvo resultado alguno. No obstante los fracasos no parecen desanimar a los investigadores. Uno de ellos llevó a cabo inmersiones en las aguas de las Bermudas, basándose en la información de un aviador americano que patrullando aquella zona durante la Segunda Guerra Mundial aseguró haber visto restos de murallas y de templos sumergidos bajo las aguas. Otro investigador francés preparó una expedición al Sahara, pues pretendí­a encontrar, en medio del desierto, la gran isla desaparecida de la Atlántida.
PRIMERAS REFERENCIAS
Los sacerdotes mencionaron con detalle a Solón la antigua leyenda de Faetón, que ya formaba parte de la mitologí­a helena. Según ella, Faetón habí­a dirigido el carro del Sol, pero no habí­a sabido hacerlo como su padre, Zeus. Su torpeza le llevó a apartar el astro rey de su ruta natural, lo que produjo una serie de terribles cataclismos sobre la Tierra. Para apagar el inmenso incendio que se habí­a originado en nuestro planeta, Zeus hizo caer sobre él lluvias torrenciales que causaron inmensas inundaciones. Los sacerdotes egipcios aclararon a Solón que si bien la leyenda aparentaba ser una simple fábula, tení­a un fondo de verdad, ya que semejantes lluvias habí­an ocurrido en tiempos remotos. Estaban convencidos de la existencia de un terrible Diluvio que habí­a asolado la Tierra y sido la causa de que la Atlántida desapareciera en el lapso de un dí­a y una noche, sumida en las aguas del océano.
Solón escuchó con gran interés el relato de los sacerdotes, especialmente cuando éstos le hablaron del emplazamiento exacto que habí­a tenido la Atlántida, antes de desaparecer. En la isla real, centro del imperio atlántico, se levantaba una gran fortaleza y un templo en honor de un dios marino. En esa isla los atlantes obtení­an el cobre en forma maleable, y extraí­an del subsuelo un producto que no se podí­a encontrar en ninguna otra parte, y que recibí­a el nombre de «oricalco». Nadie sabí­a qué tipo de metal era este famoso oricalco, que tuvo en tiempos remotos un enorme valor —únicamente inferior al oro—. í‰ste era otro de los misterios surgidos a partir de la desaparición del enigmático continente.
Platón aceptaba plenamente el relato de Solón. En el Timeo afirma que se trata de una historia absolutamente veraz, y aunque reconoce que es un acontecimiento muy singular, no tiene la menor duda de que es totalmente cierto. En su Critias nos brinda una descripción del continente y de sus habitantes, que presenta apuntes de tipo histórico. Nos habla de que en el centro de la isla se levantaba una colina sobre la que se encontraba la ciudad convertida en la capital del imperio atlántico. Poseí­a canales que la uní­an con el océano, de forma que constituí­a una especie de puerto interior. La ciudad se encontraba rodeada por fosos y muros. Sus habitantes disfrutaban en ella de numerosas comodidades: termas públicas, fuentes artificiales y un hipódromo. La ciudad estaba construida enteramente con la piedra que se extraí­a de las canteras locales; una piedra que era negra, blanca y roja y que dotaba a la urbe de un aspecto muy singular.
PARTIDARIOS Y DETRACTORES
Para quienes aceptan sin dudar la existencia del mí­tico continente, la Atlántida constituí­a una especie de confederación de diez reinos que, si bien eran autónomos, mantení­an una estrecha alianza entre ellos en el plano militar y defensivo. También en cuestiones de tipo penal y jurí­dico se necesitaba la aprobación mayoritaria de los dirigentes de todos los reinos para tomar una decisión importante. í‰sta al menos era la idea que de su sistema polí­tico daba Platón quien, al parecer, tení­a un alto concepto de la integridad y evolución moral de sus habitantes.
El relato de Platón ha constituido sin duda el elemento más estimulante para que, a lo largo de los siglos, autores de todas las nacionalidades se hayan ocupado en demostrar, o rechazar, la existencia del mí­tico continente. Entre los primeros no hay que excluir a todos aquellos que «inspirados» por visiones de corte mediúmnico se esfuerzan no sólo por fundamentar el hecho histórico de la Atlántida, sino que detallan con auténtico realismo la vida, costumbres y demás pormenores de sus habitantes. Por poner un ejemplo, citemos el caso de Ignatius Donelly quien, en 1882, publicó una de las primeras obras sobre el tema. Donelly se sentí­a intrigado por el hecho de que tanto el antiguo Egipto como ciertos pueblos mesoamericanos mostraran notables similitudes culturales y arquitectónicas. Egipcios y mayas, por ejemplo, daban similar tratamiento a sus muertos, y ambos poseí­an notables conocimientos astronómicos. La construcción de pirámides era también un rasgo común, por no mencionar otros paralelismos en el ámbito de la lingí¼í­stica e, incluso, la toponimia. Donnelly afirmaba que tales parecidos se debí­an al hecho de que la cultura de la Atlántida se habí­a extendido, por igual, hacia el Este y el Oeste, cuando se produjo el hundimiento del continente.
Otros notables defensores de la Atlántida fueron Madame Blavatsky* y Edgar Cayce*. La primera consideraba al mí­tico continente como la cuna de una cultura muy avanzada y de prolongada existencia. En cuanto al segundo, no se paraba en barras a la hora de perfilar un relato sumamente detallado de las costumbres del pueblo atlántico, cuyo imperio situaba en las Indias Occidentales.
Por el contrario, en la lista de los que niegan obstinadamente la existencia de la Atlántida, hay que destacar al profesor J. Luce quien en su obra El fin de la Atlántida afirma que la descripción hecha por Platón del continente desaparecido guarda una curiosa semejanza con la Creta minoica, desaparecida a causa de la catastrófica erupción del volcán Santorí­n.
Sea como fuere, la hipotética existencia histórica, o la probable leyenda, fraguada en tomo al misterioso imperio de la Atlántida, sigue haciendo correr auténticos rí­os de tinta, especialmente en el ámbito de lo esotérico.

OTROS MISTERIOS

La Atlantida

El Caballo de Troya

El Manto de Turin

El Arca de Noe

Las Virgenes Negras

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