montañas 2 Habí­a una vez, hace mucho, mucho tiempo, una pequeña región montañosa dónde tení­an la costumbre de abandonar a los ancianos al pie de un monte lejano. Creí­an que cuando se cumplí­an los sesenta años dejaban de ser útiles, por lo que no podí­an preocuparse más de ellos.

En una pequeña casa de un pueblecito perdido, habí­a un campesino que acababa de cumplir los sesenta años. Durante todos estos años habí­a cuidado la tierra, se habí­a casado y habí­a tenido un hijo. Después habí­a enviudado y su hijo también se casó, dándole dos preciosos nietos. A su hijo le dio mucha pena, pero no podí­a desobedecer las estrictas órdenes que le
habí­a dado su señor. Así­ que se acercó a su padre y le dijo:

– Padre, los siento mucho, pero el señor de estas tierras nos ha ordenado que debemos llevar a la montaña todos los mayores de sesenta años.

– Tranquilo hijo, lo entiendo. Debes hacer lo que el señor diga -, contestó el anciano lleno de tristeza.

Así­ que el joven se cargó al viejo a la espalda, ya que a su padre ya le era difí­cil caminar por el bosque, e inició el viaje hacia las montañas. Mientras iban caminando, el joven se fijo que su padre dejaba caer pequeñas ramas que iba rompiendo. El joven creyó que querí­a marcar el camino para poder volver a casa pero cuando le preguntó, el anciano le dijo:

– No lo estoy haciendo para mi, hijo. Pero vamos a un lugar lejano y escondido, y serí­a un desastre que te desorientases y no pudieses volver. Así­ que he pensado que si iba dejando ramitas por el camino seguro que no te perderí­as.

Al oí­r estas palabras el joven se emocionó con la generosidad de su padre. Pero continuó caminando porqué no podí­a desobedecer al señor de esas tierras.

Cuando finalmente llegaron al pie de la montaña, el hijo, con el corazón hecho pedazos, dejó allí­ a su padre. Para volver decidió utilizar otra ruta, pero se hací­a de noche y no conseguí­a encontrar el camino de vuelta. Así­ que retrocedió sobre sus pasos y cuando llegó junto a su padre le rogó que le indicara por dónde tení­a que ir. Se volvió a cargar a su padre a la espalda y, siguiendo las indicaciones del anciano, empezó a cruzar el valle por el que habí­an venido.

Gracias a las ramitas rotas que el viejo habí­a dejado por el camino, pudieron llegar a su casa. Toda la familia se puso muy contenta cuando vieron de nuevo al anciano. Entonces, el joven decidió esconderlo debajo los tablones del suelo de su cabaña para que nadie lo viese y no le obligasen a llevárselo otra vez.

El señor del paí­s, que era bastante caprichoso, a veces pedí­a a sus súbditos que hiciesen cosas muy difí­ciles. Un dí­a, reunió a todos los campesinos del pueblo y les dijo:

– Quiero que cada uno de vosotros me traiga una cuerda tejida con ceniza.

Todos los campesinos se quedaron muy preocupados. ¿Cómo podí­an tejer una cuerda con ceniza? ¡Era imposible! El joven campesino volvió a su casa y le pidió consejo a su padre, que continuaba escondido bajo los tablones.

– Mira -, le explicó el anciano-, lo que tienes que hacer es trenzar una cuerda apretando mucho los hilos. Luego debes quemarla hasta que solo queden cenizas.

El joven hizo lo que su padre le habí­a aconsejado y llevó la cuerda de ceniza a su señor. Nadie más habí­a conseguido cumplir con la difí­cil tarea. Así­ que el joven campesino recibió muchas felicitaciones y alabanzas de su señor.

Otro dí­a, el señor volvió a convocar a los hombres de la aldea. Esta vez les ordenó a todos llevarle una concha atravesada por un hilo. El joven campesino se volvió a desesperar. ¡No sabí­a cómo se podí­a atravesar una concha! Así­ que, cuando llegó a casa, volvió a preguntar a su padre lo que debí­a hacer y éste le contestó:

– Coge una concha y orienta su punta hacia la luz- explicó el anciano-. Después coge un hilo y engánchale un grano de arroz. Entonces dale el grano de arroz a una hormiga y haz que camine sobre la superficie de la concha. Así­ conseguirás que el hilo pase de un lado al otro de la concha.

El hijo siguió las instrucciones de su padre y así­ pudo llevar la concha ante el señor de esas tierras. El señor se quedó muy impresionado:

– Estoy orgulloso de tener gente tan inteligente como tú en mis tierras. ¿Como es que eres tan sabio? – le preguntó el señor.
El joven decidió contestarle toda la verdad:

–Veréis señor, debo ser sincero. Yo deberí­a haber abandonado a mi padre porqué ya era mayor, pero me dio pena y no lo hice. Las tareas que nos encomendó eran tan difí­ciles que solo se me ocurrió preguntar a mi padre. í‰l me explicó como debí­a hacerlo y yo os he traí­do los resultados.

Cuando el señor escuchó toda la historia, se quedó impresionado y se dio cuenta de la sabidurí­a de las personas mayores.

Por eso se levantó y dijo:

– Este campesino y su padre me han demostrado el valor de las personas mayores. Debemos tenerles respeto y por eso, a partir de ahora, ningún anciano deberá ser abandonado.
Y a partir de entonces les ancianos del pueblo continuaron viviendo con sus familias aunque cumplieran sesenta años, ayudándolos con la sabidurí­a que habí­an acumulado a lo largo de toda su vida.

(Cuento popular japonés)

 

 

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