Dos monjes iban caminando por el campo al atardecer. Mientras
caminaba, oraban y reflexionaban. Un poco antes de acercarse a un
rí­o que tení­an que cruzar, el cual no tení­a puente para hacerlo, se
les acercó una mujer de baja estatura, pidiéndoles que le ayudaran a
cruzar el rí­o. Uno de ellos inmediatamente dijo que sí­, mientras el
otro lo veí­a con mirada de desaprobación. El que se apuntó para
ayudar a la pequeña mujer la subió en sus hombros y terminado el rí­o
la bajó de sus hombros, la mujer quedó muy agradecida con ese
monje. Los monjes siguieron su camino y el que no aprobó la
decisión empezó a reclamarle al monje que ayudó a la mujer a cruzar
el rí­o acerca de su comportamiento: ¿Por qué subiste a esa mujer a
tus hombros?, ¿no sabes que en el convento nos tienen prohibido
mantener contacto con mujeres?. El monje que habí­a ayudado a la
mujer no respondí­a a las preguntas de su compañero.
Siguieron su camino y el monje insistí­a en sus preguntas, a lo que
el otro monje no respondí­a. Poco antes de llegar al convento, el
monje le volvió a cuestionar acerca de lo que habí­a hecho y por fin
el monje respondió: “Hace más de cuatro horas que esta mujer ya no
está cerca de mi cabeza, pero sigue en la tuya. ¿Qué ganas con
hacerte daño al tener en tu mente cosas del pasado?, ¿qué ganas con
tener en tu mente cosas que a ti no te afectan?”.
Tenemos en nuestra mente acontecimiento o hechos que ya pasaron, que
no nos gustaron y que nos siguen haciendo daño, cuando lo mejor es,
si no podemos borrarlos totalmente de nuestra memoria, al menos
hacerlos a un lado o recordarlos como un hecho del cual podemos
aprender.

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